Jaycebelle Tadena se sentía bastante bien la semana pasada, cuando llevó su auto nuevo al garaje de su complejo de apartamentos en Canoga Park. Luego entró en el ascensor y se topó con la sorpresa de su vida.
Sus paredes habían sido rayadas con mensajes de odio: "Había dos esvásticas, una a cada lado del elevador", recordó. En las otras paredes, alguien había garabateado "mueran negros, mueran judíos". Junto con insultos que no repetiré.
Tadena, de 28 años, tembló mientras subía las escaleras hacia su departamento. Era pasada la medianoche, pero llamó al gerente y dejó un mensaje de voz. "No sentía pánico, pero obviamente estaba angustiada", recordó. "Sólo quería que desapareciera por la mañana, para que nadie más tuviera que ver ese horrible mensaje".
Pensó en sus vecinos negros. Los niños eran tímidos y se aferraban a sus padres durante los viajes en ascensor. "Sólo puedo imaginar lo indefenso que esto podría hacer sentir a un padre".
El graffiti no estaba allí cuando ella se fue a su trabajo esa tarde, pero su hermano lo había notado esa noche. "Me di cuenta de que probablemente había estado allí durante cuatro o cinco horas, sin que nadie dijera nada", manifestó.
Podía escuchar la decepción en su voz. "Es un lindo vecindario, un cómodo edificio multicultural", dijo. "El tipo de lugar donde, si vives aquí, sientes que ‘me va bien en la vida’".
Mientras me explicaba todo lo que sucedió esa noche, me di cuenta de que sus sentimientos eran más complicados que la decepción o la tristeza. Había algo más.
"Creo que podría haber provocado inadvertidamente que esto sucediera", me dijo. "Y me siento terrible por eso".
Durante semanas, Tadena había estado preocupada por los usuarios del ascensor que no seguían las reglas. Su hermano vive con ella y trabaja con pacientes vulnerables en un hogar de ancianos. Ninguno de los dos puede arriesgarse a contraer COVID-19.
“Y todos los días, termino atrapada con alguien que no usa su mascarilla en el elevador”, señaló Tadena, de 28 años. “Les pido amablemente que por favor usen una cubierta facial. Pero recibo mucha hostilidad por ello”.
A petición suya, el gerente colocó un letrero en el elevador la semana pasada, recordando a los residentes el requisito de uso de mascarilla. El aviso se puso el domingo, fue tachada con una "X" el lunes, y el martes aparecieron los insultos raciales y las esvásticas.
Ella no puede evitar preguntarse si su solicitud desencadenó el odio. Tadena es filipina, no negra ni judía, y creció en el Valle de San Fernando. "Pero todo está tan polarizado en este momento, hay una ira colectiva que es muy notable; se ataca a las personas que no son como tú".
Estoy segura de que ella ha visto los mismos videos de redes sociales que tengo, de adultos colapsando, llevando rifles, haciendo berrinches porque se oponen a usar una mascarilla para ayudar a detener la propagación del coronavirus.
En un mundo donde tanto parece estar fuera de nuestro control, les molesta que les digan qué hacer. Y esa resistencia se ha transformado en ira, mientras nos sentamos en la intersección entre el COVID-19 y Black Lives Matter.
La batalla por las mascarillas se ha convertido en algo más que un problema de salud; es un reflejo de lo asustados que nos sentimos, lo egocéntricos que nos hemos vuelto, lo sospechosos que somos de las personas que no conocemos y las cosas que no entendemos.
"Todavía estoy tratando de resolverlo", admitió Tadena. Sospecha que el éxito de las protestas de Black Lives Matter ha generado una reacción violenta y han surgido fanáticos ocultos, que ya estaban atendiendo agravios pandémicos.
"Piensas en la ira que siente cualquiera: estar encerrado en casa, perder su trabajo, verse obligado a pensar en todo lo que está pasando por sus mentes todo el tiempo".
Hablar con Tadena me recordó lo desconcertante que se siente todo esto, incluso mientras estamos aprendiendo lecciones sobre nuestras comunidades y nosotros mismos.
Se siente culpable de que sus esfuerzos por salvaguardar su salud puedan haber desatado el odio de un extraño hacia los judíos y los negros. "Siento que los he puesto en peligro aún más", dijo, "por el hecho de pedirles a las personas que se pongan mascarillas".
Y desearía no ser la única en levantar la voz sobre los mensajes odiosos escritos en el ascensor. "No creo que esto no sea un problema mayor", dijo. “¿Vamos a fingir que estas cosas no están sucediendo?
Tadena sabía lo suficiente como para no llamar al 911, pero sí marcó a la línea de ayuda de la ciudad esa noche. Enviaron a la policía; se sorprendió cuando aparecieron cuatro oficiales.
Tomaron fotos, obtuvieron declaraciones de Tadena y su hermano y verificaron cuánto daño se había hecho. Luego los oficiales agarraron trapos y restregaron las esvásticas y los insultos de la pared.
Era medianoche y "no había mucho que pudieran hacer", dijo. “Pero se lo tomaron en serio. Fue algo muy agradable, que lo limpiaran para que nadie más tuviera que verlo".
No esperaba que la policía lo borrara. "Sólo quería que quedara en el registro", dijo. Pensó en todos los vecinos que habían subido al ascensor esa noche e imaginó que sus estómagos se revolvían con el dolor que habían sentido.
"Me gustaría que se documentara mi experiencia, para que cuente", declaró. "Es increíblemente importante contar la historia, validar la experiencia de las personas, no sólo por ahora, sino por las generaciones futuras".
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